martes, 22 de marzo de 2016

Percepción

Percepción © David Gómez Salas ---  2011-09-3
Con agradecimiento a mi amigo Marco Aurelio Carballo. QPD.
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Eran casi las dos de la mañana cuando llevé en mi auto a mi amigo Juan Manuel, al edificio donde estaba su oficina. En cuanto entró al edificio, arranqué el auto  y tomé el celular para avisarle a mi esposa que ya iba a casa.
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Veinte Metros más adelante me detuve ante un semáforo en rojo. intempestivamente se abrió la puerta delantera del lado derecho y entró al auto un hombre armado.
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—¡Te vas morir hijo de la chingada, sino obedeces!—Gritó. ¡Me vas a llevar a donde te diga! Agregó, con otro grito.
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Con la mano izquierda me sujetó de los cabellos, sacudiéndome  la cabeza de un lado a otro; y con la otra mano, puso una pistola en mi sien derecha.
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Por instinto de conservación reaccioné moviendo la cabeza en la misma dirección y sentido de los jalones que me daba el agresor, para  aparentar estar más ebrio de lo que estaba. Pensé que así el asaltante me golpearía menos para someterme.
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El asaltante parecía sorprendido al ver que podía sacudirme la cabeza con mucha facilidad. Sentí que me observaba para descubrir si realmente venía muy ebrio o estaba fingiendo.
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Mantuve el silencio y  la mirada al frente, para que el asaltante tuviera la seguridad de que él tenía el control absoluto. Deseaba que se sintiera dominador y dejara de golpearme.  
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—Te llevaré a donde quieras, dime a donde quieres ir—Le dije.  Sin dirigirle  la mirada.
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El delincuente se acomodó en el asiento, se enderezó y levantó el pecho. Se veía más alto. Mantuvo la pistola apuntándome, pegada a mi cabeza.
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—Vete por toda la Avenida Xola—Ordenó. Y agregó: al llegar a la Calzada de Tlalpan, te vas a la derecha hasta llegar a la Estación del Metro General Anaya, por ahí te diré más.
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Contaba, más o menos,  con cinco kilómetros para salir del problema, siempre y cuando fuera cierto lo que había dicho.  Podía suceder que me quitara el auto antes de recorrer esa distancia, pero por la forma directa y concisa en que lo expresó, parecía haber dicho la verdad.
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Primero consideré estrellar el auto contra un poste o subirme a la banqueta y estrellarme contra una casa. Dudaba porque el maleante podría pegarme un tiro y huir, sin que alguien lo viera; puesto que a esa hora no había peatones y pasaban muy pocos autos. No habría testigos.
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Para estar seguro de tener testigos mejor era chocar contra otro automóvil. Si me disparaba quedarían testigos de mi muerte. Y con muchísima suerte, quizás hasta tendría la oportunidad de salir del auto, después del impacto, y correr.
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Deseaba complicarle la situación al asaltante, y pensé que la oportunidad se presentaría al llegar a la Calzada de Tlalpan, porque ahí circulan más carros que en la Avenida Xola.
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—Vas a ir despacio por el carril de la derecha—Me ordenó, el maldito.
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Por ese carril de baja velocidad, no era posible alcanzar a otro automóvil. Tampoco podía girar el auto a la izquierda para chocar con otro que pasara a alta velocidad,  porque el impacto sería de mi lado. Debía chocar el auto por el costado derecho, de su lado. En último caso de frente.
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Seguimos por el carril de baja velocidad y no tuve la suerte de encontrar un automóvil que circulara más lento, para embestirlo.
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Al llegar a la esquina de Avenida Xola con Calzada de Tlalpan, sus insultos y golpes arreciaron. Creí que el tipo me iba a ordenar tomar una de las calles de esa zona, para quitarme el auto y darme un tiro. Es una zona casi sin alumbrado público, muy oscura.
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Me preocupé por no haberme arriesgado antes, quizás ya se estaba terminando mi tiempo.
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Afortunadamente el delincuente no me ordenó ir por esas calles negras. Tomamos la Calzada de Tlalpan; siguiendo la ruta que él había dicho. Aquí los golpes se hicieron menos frecuentes e ignoré siempre sus insultos.
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Pensaba infinidad de cosas, ya que además de cavilar sobre como librarme del asaltante, me lamentaba por haber tomado varios tragos y no estar en plenitud para reaccionar lo mejor posible. También lamentaba no haber puesto el seguro a la puerta, cuando mi amigo bajó del auto.
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Pensaba en mi esposa y en mis hijas. Recordaba que cuando regresaba muy noche a casa, le decía a mi mujer que sabía cuidarme para que no se preocupara.  Y ahora, si salía vivo, con que cara podría verla, sin recordar mi presunción. También le decía: “no te preocupes, la mala hierba nunca muere” y otras tonterías.
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Seguimos por la Calzada de Tlalpan hacia el sur, por el carril de baja velocidad. Dos o tres autos me rebasaron por la izquierda, pero por el carril de máxima velocidad. La Calzada de Tlalpan tiene cuatro carriles en cada dirección. Pasaban muy separado de mí y a gran velocidad, fácilmente me matarían al atravesarme en su camino.
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Después de un largo recorrido encontré una patrulla estacionada, justo una cuadra antes de llegar a la Estación del Metro General Anaya. Avancé para impactarla, era mi única oportunidad, aunque fuera la policía.
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El asaltante había mencionado que por ahí daríamos vuelta a la derecha y yo recordaba que esas calles están siempre desiertas después de las once de la noche.  A esa hora con más razón.
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Imaginaba que nos estacionaríamos en una calle oscura, en donde me obligaría a bajarme del auto, me pegaría un balazo y se llevaría el carro. Me figuraba que los vecinos encenderían las luces de sus casas, llamarían a la policía y bajaría hasta que estuvieran seguros de que ya no había peligro.
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Estaba obligado a jugarme la vida de inmediato. Decidí arrojarme contra la patrulla. Pero…
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—¡Si das claxonazo, te vas!—dijo, el maleante. Apretó la pistola contra mi cabeza y escuche un “click”, que interpreté había preparado la pistola para disparar.
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Decidí no chocar contra la patrulla, se podría disparar la pistola al momento de la colisión.  No sé porque pero frené con suavidad y detuve el auto justo al lado izquierdo de la patrulla, y sin hacer movimientos bruscos toque el claxon lo más breve posible.
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Él malhechor tenía que decidir si disparaba o no, frente a la policía.
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El tipo no disparó, bajó el arma y la escondió bajo su chamarra, dando la espalda a la patrulla se bajó del automóvil con agilidad y sin perder el estilo. Cerró la puerta sin golpearla y se paró frente a la ventanilla dando de nuevo la espalda a la patrulla.
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El delincuente obstruía con su cuerpo la ventanilla, así que me incliné lentamente sobre el volante para poder ver la patrulla. Había dos policías.
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El malhechor simuló ser un amigo al que yo le había dado un aventón a ese punto. Levantó la mano derecha para decirme adiós en forma breve, pasó por atrás de la patrulla, se subió a la banqueta y se fue caminado con tranquilidad. No supe más, me fui a casa.
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El delincuente no me quitó la cartera, ni el auto, ni me llevó a un cajero automático, ni me causo heridas graves. Salí con vida.
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Nada dije a los policías de la patrulla, ni siquiera intenté ver su rostro de nuevo, no confío en ellos. Desde estudiante me provocan mucho temor.
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Cuando le conté esta historia a un amigo Argentino, él me dijo: Yo no lo hubiese dejado irse caminando con tranquilidad, sobretodo ya libre del cañón de esa pistola y teniendo a mano toda esa patrulla policial.
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— Me da gusto que tu percepción sea diferente a la mía — le dije.  Porque aquí, los peores delincuentes usan uniforme.

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